Me desperté un día de estos en los que no te sientes tú y,
tras cuestionarte el por qué de las leyes del universo, decides encomendarte a
la soledad buscando respuestas.
Ir a la playa me inspiraba. Conduje hasta la más recóndita
cala que conocía y, sin salir del coche, abrí las ventanillas y grité. Tuve la
mala pata de toparme de frente a un grupo de excursionistas jubilados que me
miraron como si estuviera poseída y que acto seguido comentaron “cómo está la
juventud de hoy en día”. Parece ser que su plan era montar el picnic en ese
lugar, así que por vergüenza, arranqué el coche y me fui. En una situación
normal hubiera salido con la cabeza alta y mi orgullo me hubiera permitido
sonreírles con picardía; pero no, me sentía incapaz de conectar mi cuerpo, ese
que conocía de toda la vida, con mi mente, esa que parecía que aún le quedaban
cosas para sorprender. Extraña sensación.
Carreterilla arriba, carreterilla abajo, llegué a la playa
más concurrida que pueda existir. Una vez más sentada en la butaca del coche.
Ventanillas abajo y suave brisa con un toque a crema solar factor 30. Quizá era eso lo que necesitaba, dejar de
pensar de una vez y limitarme a observar. De todos modos, no tenía nada mejor
que hacer y, bien pensado, “analizar el comportamiento humano” en una calurosa
mañana de agosto me ayudaría con el ensayo que pretendía escribir.

Chicas con cara de tremenda posesión que posan en la orilla
agarradas de un tío de cuerpo incuestionable, familias que crean asentamientos
urbanos, la abuela con su olla exprés, los nietos que juegan al tres en raya en
un tablero pintado en la orilla y usan las conchas como fichas, cientos de
bocadillos de nocilla para la merienda, tupperwares con sandía y ensaladas de
macarrones, barrigas cerveceras, nuevos amigos que se apuntan a hacer una
fortaleza de arena que no puedan derrumbar las olas, grupos mixtos que juegan a
dar toques a un balón naranja de vóley, socorristas charlando por el paseo,
abuelos con visera que juegan a cartas, una sombrilla que se vuela, un loco
corriendo detrás de ella mientras se quema los pies, chicas que alzan los ojos
de su revista para reírse de aquél tipo, un cachas marcando paquete que se pone
de cuclillas para echarse agüilla en los
bíceps, y latas de Coca-Cola que se calientan bajo el sol y dejan caer las
gotitas frías dejando un cerco perfecto en la arena.
C.